domingo, 5 de noviembre de 2017

Tres mil millones de mis latidos.

Por fin se han levantado del suelo las nubes. Dejan a la vista las cumbres nevadas de los Alpes franceses de la orilla de en frente. La calle está llena de charcos. El reflejo de los árboles. Árboles vestidos de una amplia gama de naranjas y rojos. Árboles que se van desnudando poco a poco para recibir el invierno. Mi patio. Mi calle. La casa blanca con ventanas azules. Mis charcos. Mis ventanas. Mis suelos de madera. Mi cocina ocupada, sin espacio, efervescente. Pequeña y entretenida. Hoy he vuelto a cocinar después de mucho tiempo. Y a poner lavadoras. Y a recoger secadoras. Y a leer. Y a escribir. A mirar de cerca y a volver a respirar. Tengo sensación de estar aterrizando, después de mucho tiempo. De estar volviendo a vestirme con mi propio cuerpo. Tengo la impresión de que alguien me abraza con muchas fuerzas, por muchos sitios distintos. Y, cuando abro los ojos y miro, quien me abraza soy yo. Sigo mirando alrededor y nada de lo que veo pensé que estaría aquí. Nada de esto es la vida que pensé una vez que tendría. Pero es ésta y no otra. Tal vez en algún momento tomé el camino que no era. Tal vez un día salí corriendo cuando debería haberme quedado. Tal vez, tal vez. Miro a mi alrededor y, después de mucho tiempo, sonrío desde muy adentro. Todo esto lo he construido yo. Mi libertad, mi independencia, mi soledad, mi silencio. Mi paso firme y mi sonrisa. Mis lágrimas y mi voz que canta Jorge Drexler a pleno pulmón. Mi amor. Mi calma (por fin). Mi serenidad. Mis esperanzas, mis ilusiones, mis derrotas. Mis recuerdos. Mis sombras. Mis ganas de seguir. Mi fuerza, mis debilidades y mis locuras. La luz tenue de otoño se cuela por todos los rincones y sube el volumen. Éste es mi domingo, en mi hogar, lejos de casa. Mi domingo entero. Como un abrazo. Como un tesoro. Un domingo puede ser nada o puede serlo todo. Y, este domingo, es simplemente (grandemente, complejamente, maravillosamente) mío.