domingo, 30 de diciembre de 2018

Lejos de Mordor. Feliz año.

No iba al aeropuerto desde que volví a Sevilla y aún me parece extraño no tener que montarme en un avión de vuelta a Mordor en un par de días. Hoy he vuelto al aeropuerto a despedirme de mi hermano, que vuelve a su Mordor particular y, aunque tiene más luz que el mío, sigue siendo lejos de casa. La familia (la de sangre o no) es ese faro imperturbable que nos guía siempre de vuelta a casa, que más que un espacio físico es un estado del alma. El tiempo en familia es tiempo de paz y es tiempo de repostaje, como sabiamente recalcó mi hermano durante la fiesta de cumpleaños sorpresa que le preparamos a mi madre el otro día. Por malos ratos que este 2018 me haya hecho pasar, que no han sido pocos, agradezco inmensamente a este año que me haya traído de vuelta, siguiendo sin parpadear la luz del faro.
Os deseo un año nuevo lleno de viajes y buenos libros, de canciones en bucle, de películas que os hagan compañía un domingo por la tarde o un viernes por la noche, de amantes apasionados y amores de bien. Os deseo que tengáis un faro sólido que alumbre hasta en las noches más oscuras de tormenta, que tengáis un hogar donde volver. Os deseo sueños y propósitos imposibles de cumplir y que no perdáis nunca la ilusión de volver a intentarlo otra vez. Os deseo que no sintáis que no merece la pena y que los lunes caigan todos en días de sol. Os deseo risas y complicidad y que encontréis siempre una mano amiga, un abrazo fuerte. Os deseo alegría, atardeceres, bares abiertos, que os digan que sí. Os deseo un muy feliz 2019 muy cerca de mí.

miércoles, 19 de diciembre de 2018

Un golpe seco.

Ahora, a veces, me despierto en mitad de la noche de un sobresalto, abro los ojos muy abiertos, muy de repente, típica escena de película: salto de la cama como un resorte. Otra vez la misma imagen. Más allá de la imagen, esa sensación de nuevo. POM. Un golpe seco en el pecho. Había escuchado muchas veces la expresión "un golpe seco" y podía hacerme una vaga idea de lo que significaba, pero nada como experimentarlo para llegar a comprender bien su significado. Hace un mes tuve un accidente de coche. Tampoco había tenido nunca antes uno. He fantaseado muchas veces, conduciendo por la autovía, que me quedaba dormida, que me adentraba en las adelfas de la mediana sin ningún tipo de control, que alguien iba demasiado rápido y no le daba tiempo a frenar antes de alcanzar el coche de delante. He fantaseado con accidentes muchas veces, pero nunca antes había sufrido uno.
Llevaba apenas un mes trabajando en mi flamante laboratorio nuevo, cuando surgió la oportunidad de unirme a la "retreat" de grupo, una suerte de reunión científica consistente en un par de días de convivencia y puesta en común de proyectos e ideas científicas entre todos los compañeros del laboratorio, jefe incluido. Estaba nerviosa, pero estaba deseando. Discutir sobre ciencia, debatir ideas, encontrar respuestas, elaborar preguntas, me pone en cierta forma incluso un poco cachonda y ya llevaba demasiado tiempo sin hacerlo, estaba empezando a sentirme un poco oxidada. Era una oportunidad excepcional de volver al ruedo, de conocer un poco más a fondo a mis compañeros, tal vez incluso de llegar a sorprenderlos, encontrando poco a poco mi lugar dentro de lo nuevo. Un primer turno de coches saldría el domingo por la mañana y, otro, el domingo por la tarde. Nos íbamos a la sierra. Yo necesitaba quitarme de en medio unos días, salir al campo y de mi cabeza, respirar colores ocre y tierra mojada, así que me apunté al turno matinal. Con suerte y, si no llovía, saldríamos un rato por el campo después de comer carnaca de cerdo ibérico de la mismísima sierra de Huelva en algún restaurante del pueblo. Amaneció lloviendo como si fuera el fin del mundo, pero estaba tan contenta que incluso salí al balcón un momento a hacerme un selfi de sonrisa del millón de dólares, para dejar bien patente en las redes sociales lo feliz que estaba esa mañana. Más tarde, aquel día, pensé que ese podría haber sido el último post de mi vida, que hubiese sido del todo ridículo haber muerto justo después, que habría quedado dando vueltas en la memoria de todos, de forma absurda, borrando cualquier otro recuerdo que alguien pudiera haber tenido nunca de mí. Una semana después, borré mi cuenta de Instagram. En cualquier caso y, a pesar de la lluvia, el turno matinal salió más o menos a la hora prevista, rumbo a la sierra. Dos coches y un destino. Carretera y lluvia. No sé cómo pasó todo. Quince minutos antes estaba comprando castañas en una venta que no quiso darnos de desayunar a la una de la tarde porque ¿quién desayuna a esas horas un domingo? Claramente, el brunch no ha llegado a Arroyo de la Plata. Yo iba sentada en el asiento del copiloto del coche de mi compañera, un Peugeot de segunda mano del año de la pana que me inspiraba cero confianza, pero era un trayecto corto. No pasaría nada. Nunca pasa nada. He fantaseado con accidentes de tráfico desde que tengo el carnet de conducir y nunca había pasado nada. Hasta que pasó. Vi perfectamente como el coche blanco de la derecha salía del cruce y como el coche blanco que venía de frente se lo comía. Vi perfectamente el "choque frontolateral", como reza el atestado. Vi que no nos daba tiempo de frenar. Vi que nosotros seríamos los siguientes. El siguiente choque frontolateral. Es raro cómo se transforma el tiempo y cómo, a veces, pareciese como si alguien tuviera el mando a distancia de nuestras vidas y parase y rebobinase a su antojo. Fue una milésima de segundo, como siempre se dice, fue una vida entera. Cerré fuerte los ojos como intentando frenar aquello con cualquier tipo de actividad cerebral parecida a un súper poder. Pero, sí. Eso, sí. Aprendí bien lo que es un golpe seco. POM. Abrí los ojos, como en una vida nueva, que era la misma que antes, pero nunca igual y, el resto, más o menos, es una historia con final feliz. Tengo un pie roto. Señal de que no solo quise frenarlo todo con la mente, sino con todo mi cuerpo y, principalmente, con mi pie...acto reflejo de quien lleva conduciendo desde que cumplió los dieciocho años.
Llevo tardes enteras intentando recolocar cada libro en su lugar, tomándome el reposo con buen humor, intentando no desesperar, encontrando nuevo retos, actividades que me mantengan cuerda sin apoyar un pie en el suelo. No creo que no vuelva a montarme en un coche, no creo que me quede traumada también con esto. Pero de lo que sí estoy segura es de que ya nunca voy a olvidar esa sensación, ese vacío ensordecedor que deja haber aprendido de cerca la definición de la expresión "un golpe seco".

martes, 4 de diciembre de 2018

Papel y bordes troquelados

El otro día, llegó a mis manos un sobre con fotos antiguas de la familia. Tres o cuatro fotos de mis abuelos, de mi madre, de mis tíos, en formato minimo, en blanco y negro, con bordes troquelados. Fotos más recientes y fotos de otra vida. Esta tarde, mi madre me ha dado la tarea de ir ordenándolas, por aquello de tenerme entretenida (como me cuida la mamma, eh?). He echado un rato absolutamente maravilloso, ordenando momentos que no he vivido, que me imagino. Historias que me invento, que voy construyendo con los recuerdos de los recuerdos. Las tecnologías avanzan, el cambio climático acecha y las fotos en papel han dejado paso a una ingente cantidad de información gráfica digital. Yo, además, que peco siempre por exceso y quiero documentarlo todo, en bonito, pero TODO, dejo como legado megas y megas de fotos, olvidadas en CDs, en móviles que ya no encienden, en una nube de la que olvidé la contraseña, en una cuenta de Instagram que borré y en otra que tengo temporalmente inactiva. Selfies, fotos borracha, fotos medio desnuda, fotos de viajes, de estancias, de todos los sitios por los que he pasado, de todos los carteles que llamaron mi atención. Fotos que no hace falta que herede nadie, pero que explican parte de quién soy. Algunas, pero pocas, fotos quedan ya en papel y menos que irán quedando con los años. A medida que iban pasando fotos por mis manos, me ha dado por pensar en mis nietos, si es que algún día vienen al mundo (primero sus padres, luego ellos) y en cómo pasarían una tarde como ésta, con la pierna escayolada a punto de arder en el brasero y en si tendrán la oportunidad de entretenerse ordenando fotos antiguas o si habrán desaparecido todas ya para cuando ellos hayan nacido y yo ya no esté.

lunes, 20 de agosto de 2018

Fanclub.

No sé si es que es lunes y se nota, aunque sea agosto, si ha sido ver atardecer rojo fuego todo a lo largo del río o las hormonitas menstruales una vez más haciendo de las suyas, pero hace apenas una hora que me ha dado un arrebato loco de nostalgia. He sentido la necesidad imperiosa que me surge de vez en cuando de enchufarme los auriculares y poner a Los Planetas a toda hostia solo para mí y perderme, canción tras canción, recordando y mirando al infinito. Todos tenemos nuestros vicios. Hoy ha sido particularmente divertido porque he sido capaz de transportarme a un único lugar en noches distintas que al final resultaron ser todas la misma. Ha sonado "Un buen día" y he aparecido en mitad de un dibujo de Paint de Elena. He aparecido dando botes junto al resto de la gente al son de un himno que ni siquiera reconocía como propio en aquel momento, cuando lo pinchaban cada fin de semana. He visto a M.S., bautizado como "el hombre más guapo de Sevilla" en aquellos años de juventud loca e ilusionada, tan alto, tan guapo, en aquella esquina perenne de la barra, botando como el que más con aquel himno. Nos he visto en el escenario, bailando, observando al personal, con miradas cómplices que decían "vámonos, que aquí está todo el pescado vendido". He aparecido disfrazada de bruja gótica con el primero de todos los que me pidieron el teléfono y nunca llamaron. En una noche de Halloween surrealista, años después, sentadas todas en el pasillo, riéndonos de todo cristo. He visto una Voll Damm detrás de otra y un cuerpo en valla desvaído. Había conciertos, casi vacíos, llenos hasta reventar, donde me escondía en alguna esquina, me apoyaba contra una columna y me enamoraba del cantante en alguna canción más que en todas. Aquella noche donde me propusieron mi primer y último trío hasta la fecha. Aquella otra donde dejé tirada a Ángela por uno del que ahora ya no recuerdo ni el nombre ni la cara. Noches donde rompimos vasos y algún que otro corazón, además del nuestro. Noches de cazadoras de cuero robadas, de manos que se encontraban al azar, por primera vez, y besos estrella en la puerta. Hubo noches, miles de noches, todas iguales, todas distintas. A los 18, a los 19, a todos los 20 y a algunos de los 30. Tal vez las siga habiendo. Ya se sabe que los solteros que nos acostamos tarde hacemos vida familiar en los bares. En poco más de una semana me mudo al bloque de al lado del bar más mítico de mi vida, donde siguen acumulándose los recuerdos y hay pedazos de todos nosotros en las paredes, aunque no salgamos en las fotos. Aunque ninguno seamos los que fuimos, allí, al final de la barra, en la esquina de al lado del dj, donde sigue bailando eterna nuestra juventud.

sábado, 18 de agosto de 2018

Agua y aceite.

Una vez tuve un amante...


A mí me gustan la continuidad de las cosas, sin caer en la rutina, la gente que llega para quedarse, ver atardecer todos los días. Me gustan las cosas que duran, sin necesidad de que permanezcan invariablemente. Me gusta la verdad y hablar del tiempo de vez en cuando. Me gusta cuando estás y odio que tu luz se vaya apagando, paulatinamente, hasta desaparecer. Me gusta la lealtad del alma y ser fiel a todo lo que me nace del corazón. Incluso de más arriba. Incluso de más abajo.
A ti te gusta la discontinuidad de las cosas, que te mantiene lejos de cualquier peligro. Te gusta aparecer, brillar y desvanecerte. Te gusta la intensidad de un instante. Te gusta dejar huella, señal de que has pasado pero que ya te has ido. Te gusta subir la apuesta y saber que estoy ahí, aunque ya no haga ruido. Te gusta ver amanecer todas las mañanas. Te gusta la cama caliente que se queda deshecha y que no espera a nadie salvo a ti.
Tú quieres siempre flores frescas y yo me paso las tardes observando las que ya están secas. Somos líneas curvas que se cruzan en un único punto, tantas veces como nos dé la doblez de la curva. Somos fruto de una casualidad, estrellas fugaces que nunca van a doblegarse. Somos agua y aceite buscando una excusa, siempre a destiempo, para poder mezclarse. Una emulsión de amor que no mancha, que mancha y se disimula con el tiempo, que siempre está a punto de desaparecer pero que, de alguna forma, nunca se quita. Somos el amor imposible de quien quiere ser y no le dejan y de quien se va pero siempre vuelve. Una pasión que no encuentra medida que se ajuste al ancho de nuestro corazón.

jueves, 26 de julio de 2018

Tarde de domingo adolescente.


Acababa de apagar un cigarro y ya se estaba liando el segundo. A veces le pasa, una dosis de nicotina no es suficiente y, cuando se da cuenta, ya se está fumando el tercer cigarro seguido. Se consuela pensando que es tabaco de liar y, bueno, qué más da. Lo necesita. Necesita apagar la bola que se le va haciendo en el pecho, necesita recuperar el ritmo de su respiración y, pese a la contradicción, fuma. Fuma sin parar. Se lo encendió y se miró las manos, destrozadas. De camino a la estación, le había dado tiempo de morderse todas las uñas de la mano derecha y de experimentar el canibalismo con el dedo gordo de la mano izquierda. Se había sentado con su maleta en la acera de la puerta de la estación a fumar, pero era del todo incapaz de estarse quieta. No podía parar. No dejaba de darle vueltas a la noche anterior. Estaba completamente obsesionada, repasando cada detalle y reviviendo cada frase una y otra vez. Un solo pensamiento que repiqueteaba insistente, cíclicamente: “Pablo está por fin soltero y ha vuelto a casa. Justo ahora que yo ya no vivo aquí. Joder.”
Había pasado toda la noche anterior con él. Se encontraron en el segundo bar en el que entró con sus amigas y, de pronto, el mundo se detuvo. Se hizo el vacío a su alrededor.
-       ¡¿Pablo?! ¡Cuánto tiempo! ¡Qué alegría verte!
Pablo la miró con la misma incredulidad y una sonrisa que no le cabía en la cara.
-       Me he vuelto.

Pablo había sido el amor de su vida durante mucho tiempo. Fueron compañeros de oficina unos cuantos años, hasta que él se había ido a trabajar al extranjero. En aquella época, pasaban casi todo el tiempo juntos: él era su amigo, su confidente, su mentor y ella se había ido enamorando de él cada día un poco más. Nunca pasó nada entre ellos. Nunca fue capaz de decirle nada, ni tan siquiera de darle un triste beso en la boca en una de tantas noches de borrachera. Él tenia novia. Una novia, además, de las de toda la vida con la que terminó casándose un par de años después. Terminaron por perder el contacto casi del todo, salvo por algún e-mail muy de vez en cuando y sin entrar en temas muy personales. Ella sabía que él estaba a punto de volver, pero no sabía que ya estaba aquí. Se tomaron una cerveza, dos, tres. Perdió la cuenta rápido. Se pusieron al día. Dos cervezas más y Pablo le contó que se acababa de separar. Reían, se miraban, bebían. Él le rozaba la mano distraídamente. Ella dejaba caer la cabeza en su hombro a cada oportunidad. La noche se les pasó volando. Cuando cerró el bar, él se había quedado solo y las amigas con las que ella había salido, se iban ya para casa. Era el momento de despedirse. Se dieron un abrazo largo, intenso, dos besos, otro abrazo más. Parecían dos adolescentes buscando el momento idóneo para besarse. Pero no terminaron de encontrarlo, entre risas tontas y barrenderos que los empujaban de las calles a golpe de manguerazo. Así que se despidieron hasta la próxima, seguramente en Navidad.
No fue capaz de procesar nada en el momento, pero ahora, con la resaca y un tren a punto de salir, todo empezaba a ordenarse y desordenarse muy rápido. Los recuerdos, los sentimientos que creía ya olvidados, los remordimientos. Entró  y salió de la estación tres veces. La bola era cada vez más grande. La presión en el pecho, cada vez más intensa. El repiqueteo constante. Volvió a entrar, miró la hora en el reloj. Su tren estaba a punto de salir. “Ahora o nunca”. Salió corriendo de la estación y se montó en el primer taxi que vio disponible.
Le dio indicaciones al taxista para ir a casa de Pablo. Tenía un plan muy claro en la cabeza: iría a su casa, le mandaría un mensaje diciendo: “Estoy abajo”. Él le abriría la puerta y allí, en el mismo umbral, con su maleta y temblando de la emoción, ella le diría que estaba locamente enamorada de él, se besarían y serían felices para siempre. En las películas eso pasa así. Y así iba a pasarle a ella. Miró el móvil: 7 % de batería. La bola en el pecho había comenzado a deshacerse, dejando paso a una sensación extraña en la boca del estómago, como de querer vomitar, pero no. No todavía.
El camino en el taxi se le hizo eterno. Habían cortado las calles por el paso de una cofradía y habían desviado todo el tráfico por el mismo sitio, formándose un atasco monumental. El corazón le latía fuerte en el pecho. El taxista insistía en entablar conversación con ella, pero ella intentaba escabullirse respondiendo con monosílabos. No paraba de mirar el móvil: 5% de batería. Tras 45 interminables minutos de taxi y de conversaciones fallidas, por fin llegó a la dirección indicada. No podía negar que la intensidad de su decisión había empezado a perder fuelle por el camino. Respiró profundamente. Miró el móvil una vez más, antes de que éste vibrara por última vez y se apagase. Su plan cada vez tenía menos sentido. Se vio allí, en mitad de la calle, sin móvil y con la maleta de fin de semana, frente a un portal y sin ningún tipo de garantías de futuro más que su ingenuo romanticismo de mierda. Estaba a punto de darse media vuelta y salir corriendo cuando oyó que alguien la llamaba. “No puede ser”, pensó. Y se giró para comprobar estupefacta que, en efecto, era Pablo quien la llamaba desde la puerta del bar de la esquina.

-       Dos veces en un mismo fin de semana, menuda casualidad. Pero, ¿no te ibas hoy? ¿Dónde vas con la maleta? – dijo, mientras se acercaba.

Ella estaba inmóvil, completamente paralizada. Sentía la boca pastosa y el corazón le latía tan fuerte que apenas podía escuchar lo que Pablo le estaba contando. Lo observó en su aturdimiento para darse cuenta de que llevaba la misma ropa que la noche anterior. Volvió en sí al distinguir, entre risas, un “no veas anoche, qué locura”. Al parecer, tras despedirse de ella, sus amigos lo habían llamado desde una discoteca y se había ido con ellos. Conoció a una chica, estuvieron hablando, bailando y “bla, bla, bla”. Había dejado de escucharlo de nuevo. Ahora sí, tenía más ganas de vomitar que nunca. Pensó en salir corriendo, pero las piernas no le respondieron. Fue incapaz de moverse. Se dio cuenta, con nitidez, a través de los cristales de sus gafas y los restos de resaca que daban paso a la sobriedad que, aquel hombre que se difuminaba ante sus ojos, ya no era Pablo, “su” Pablo. Toda la impulsividad y la inconsciencia que la habían empujado aquella tarde en esa dirección, terminaron por desvanecerse del todo. Se sintió pequeña y grande al mismo tiempo. Al fin, pudo articular palabra y le dijo que estaba esperando a alguien que iba a llevarla a la estación. Se despidieron. Dejó que despareciera de su vista y de su corazón, como quien se quita los tacones en mitad de una boda. Entró en el bar, fue al baño y vomitó. Al salir, quiso liarse un último cigarro, pero no. Esta vez no había bola ni presión en el pecho que apaciguar. Solo un sabor amargo al principio de la garganta que le recordó que la vida no es una comedia romántica.


domingo, 1 de julio de 2018

Waiting for.

Angel Gonzalez puede que sea, sin lugar a dudas, uno de mis poetas españoles contemporáneos favoritos. Lectura imprescindible para el corazón.


Sé lo que es esperar:
¡esperé tantos
días y tantas cosas en mi vida!
Los inviernos tediosos esperando,
los veranos, bajo el sol,
esperando,
el luminoso y amarillo otoño
—bella estación para esperar—
e incluso
la primavera abierta a toda espera
más próxima que nunca a realizarse,
me han visto inútilmente,
pero firme,
tenaz, ilusionado,
en el lugar y la hora de la cita,
alta la fe y el corazón en punto.

Alta la fe y el corazón
dispuesto,
igual que tantas veces, aquí sigo,
en la esquina del tiempo
—vendrá pronto—
tras un limpio cristal de sol, de lluvia o de aire,
acodado en el claro mirador
de los vientos,
mientras pasan y pasan los meses y los días.

De puntillas.

Decir lo que no se siente. Decirlo y arrepentirse. Pero decirlo, callando. Sin darle importancia. Sin darse importancia. Sin sentir nada. Expresar un sentimiento como quien hace café o mete el pan en la tostadora. Automáticamente. A ciegas. Sentir sin sentir. Decir tontamente. Para que nadie te tome en serio. Para seguir teniendo margen para salir corriendo. Vivir en la superficie de las cosas. Sentir sin que se note. Que nada importe, que nada permanezca. Decir y desdecirse. Que no se note. Que sople alguien una vela y que se borre. "Te echo de menos". Pero no quiero que te dés ni cuenta.

viernes, 29 de junio de 2018

Tarde de pájaros.

Ahora, que vivo casi a ras de cielo y solo me separa de las nubes un trozo de tela triste, paso muchas tardes observando los tejados de las casas de alrededor. Las antenas de televisión, todas iguales, cada una en su tejado particular. Hay casas con azoteas habitables, con invernaderos y hasta piscinas. Hay gente haciendo vida al aire libre en su propia casa. Como yo. Somos seres afortunados. Apenas se oye un ruido. El repicar de las campanas de alguna de las miles de iglesias que sobresalen en el horizonte. El skyline del barrio: antenas y campanarios. No está mal. Me siento aquí fuera y corre brisa. Hace sol, el cielo es azul intenso, algunas nubes dibujadas a lo lejos. Me gusta observar la fauna pasajera. Alguna lagartija furtiva que recorre las paredes de mi terraza, de punta a punta. Y las tórtolas. No sabía que había tantas tórtolas. Las tórtolas y su canto particular...uh uh...uh uh...Me gustaría ponerles nombre y poder distinguirlas entre ellas. Lo que más me llama la atención es que ya casi nunca las encuentro emparejadas. Sobrevuelan los tejados y se posan, solas, cada una en una antena. De vez en cuando, te encuentras dos, una sobre la otra, por un breve espacio de tiempo, apenas unos segundos, y en seguida se echan a volar de nuevo. Hacen aspavientos con sus alas mientras copulan, digo yo que están copulando, brevemente, a la hora de la siesta. Me han hecho pensar en lo que comúnmente se dice de ellas. "Pareja de tortolitos". A lo mejor, antes, cuando el dicho ése, también eran otros tiempos para ellas y siempre volaban juntas. Y siempre se las veía posadas de dos en dos. En pareja. Quizás, ahora, también corren otros tiempos para ellas. Emparejarse ya no está de moda. Unos cuantos locos nos salimos de la comba del tiempo. Aprendimos a volar solos o, tal vez, nunca supimos volar con nadie. Y nos posamos solos, en nuestras antenas, con nuestro uh uh particular, esperando a que llegue otra tórtola que se nos pose encima brevemente y luego echemos a volar, cada uno por nuestra cuenta. Me gustaría ponerles nombre a mis tórtolas para poder distinguirlas y saber si esa que se posa siempre sola en frente de mí es siempre la misma o cada vez es una diferente. Si esa tórtola, como yo, se salió de la rueda y aprendió a volar sola y ya nunca hay espacio en su antena para ninguna tórtola más. La vida contemplativa es así. Te da para reflexionar sobre todo, todos los días un poco. Y buscar símiles en la naturaleza. Nos creemos seres superiores y hemos aprendido a poner la naturaleza a nuestros pies, pero no dejamos de compartir un alto porcentaje de ADN con el resto de animales. No somos tan distintos. Quizás podríamos aprender un poco más sobre nosotros mismos si nos parásemos más a menudo a mirar las tórtolas en las antenas. Quizás las tórtolas también nos miran y han aprendido que ellas también pueden volar solas. Y posarse solas en las antenas a observar. Quizás no sea tan malo que estemos solos, de vez en cuando. Quizás la clave de todo no sea tanto donde uno se posa ni con quién, sino aprender a volar después.

miércoles, 20 de junio de 2018

Herida de bala.

Una herida de bala de cañón a la altura del estómago. ¿Cómo puede nadie ir por la vida con semejante agujero intentando aparentar normalidad? Llevando ropa ancha, para que no se note el hueco, por ejemplo. Qué sé yo. Pero el agujero sigue ahí. Tú lo tapas, pero no desaparece. Sientes el frío, que te atraviesa y te rellena. Intentando encontrar la manera de unir los bordes, de rellenar la herida. Estirando la piel para cerrarla. Buscando en el espacio finito alguien cuyo molde tuviera el tamaño de mi herida, caminé sin querer mirar hacia abajo, evitando en todo momento cruzarme con mi propio agujero. Puse toda mi rabia en todo a mi alrededor. Puse toda mi fuerza en los libros. Todo mi amor en todos los que nunca existieron. Los traumas infantiles son así. Te golpean fuertemente (un golpe rápido, un golpe seco) cuando menos te los esperas. Así que, un día, en edad que ya debiera ser adulta, me caí en un agujero aún más grande que el de mi herida. Y ya no tuve más remedio que empezar a mirar hacia abajo. A través de tanto vacío. Y descubrí los bordes. Y reconocí mi herida. Y encontré la piel y los restos que quedaban de mis entrañas. Y, con toda mi soledad, mirando de frente mi agujero de bala de cañón, fui creciendo vida. Me di un abrazo que apenas dura ahora un año y empecé a cerrar mi herida. Me abracé tan fuerte que los bordes se encontraron y las vísceras fueron rellenándose poco a poco. Empecé a sanar y empecé a mirar a mi alrededor sin dejar de mirar mi herida. Y, donde antes hubo el agujero de la bala de un cañón, hoy queda un hueco, mucho más pequeño, del tamaño de tu corazón.

No future for you.

La misma calidad que el sol de tu país,
saliendo entre las nubes:
alegre y delicado matiz en unas hojas,
fulgor de un cristal, modulación
del apagado brillo de la lluvia.
La misma calidad que tu ciudad,
tu ciudad de cristal innumerable
idéntica y distinta, cambiada por el tiempo:
calles que desconozco y plaza antigua
de pájaros poblada,
la plaza en que una noche nos besamos.
La misma calidad que tu expresión,
al cabo de los años,
esta noche al mirarme:
la misma calidad que tu expresión
y la expresión herida de tus labios.
Amor que tiene calidad de vida,
amor sin exigencias de futuro,
presente del pasado,
amor más poderoso que la vida:
perdido y encontrado.
Encontrado, perdido…
(J. Gil de Biedma).

viernes, 2 de marzo de 2018

Es maltrato.

"Probablemente, tenga un mal día. Como todos". "Es que hoy no estaba de muy buen humor". "Está bajo mucha presión". "No le han concedido el proyecto y necesitamos publicar. Es normal que presione". "Te lo estás tomando de forma demasiado personal". "Don't be emotional". "No lo sé. Conmigo no es así". "Quizás lo estés malinterpretando". "Pasa de él. Tú a lo tuyo". "Tú vales mucho. No le eches cuenta".
En el mundo académico, el acoso laboral, mobbing o bossing (por provenir de un superior o jefe), es mucho más sutil que en otros ámbitos laborales. Entre otras cosas, porque está mucho más normalizado. En el actual modelo de "publicar o perecer" en que se basa el sistema científico, existe una gran presión por publicar y por publicar "bien", o lo que (no) es lo mismo, por publicar en revistas con alto índice de impacto. La única unidad de medida de la calidad científica, o la que más prevalece, es el número de publicaciones en revistas con más alto índice de impacto. Los recursos son pocos y la competitividad crece, aumentando así los niveles de presión sobre los investigadores principales para mantener a flote los grupos de investigación. En este contexto, se dan lugar multitud de conductas inapropiadas que van en detrimento del avance científico y de la salubridad del sistema académico. Aunque muchos se empeñen en afirmar que la competitividad es el motor que permite que la ciencia avance al ritmo que la sociedad demanda, lo cierto es que conlleva unos niveles de presión, exigencia y, en definitiva, estrés que pueden llegar a ser insoportables por la mayoría de los mortales. Es por eso que se establece una presión selectiva que favorece el éxito de aquellos individuos que sean capaces de ejercer mayor presión sobre el mayor número de personas, por un lado, y, por otro, el de aquellos individuos que sean más tolerantes a esta presión. Es por esto que el mundo científico-académico es un caldo de cultivo ideal para situaciones de acoso laboral sutiles que, muy frecuentemente, pasan desapercibidas y son, simplemente, toleradas por la mayoría de los componentes del sistema para asegurar su perpetuidad. Ser un buen jefe, cuidar a los trabajadores, fomentar la creatividad y ser capaces de mantener viva la motivación propia de cada uno, no son tareas fáciles. A menudo, son los psicópatas, carentes de empatía, los que mejor sobreviven en estos ecosistemas, ya que ejercer presión para obtener un beneficio propio sin importar ni valorar el daño psicológico que esa presión pueda estar generando, es algo innato en este tipo de personalidades.
Hoy escribo sobre acoso laboral en el mundo académico porque hace tres años que soy víctima de una situación sutil, pero no por ello menos grave, de acoso por parte de mi jefe. Además, porque cada vez son más los casos que conozco. También, porque casi todos los casos de acoso laboral, mobbing o bossing que conozco son sufridos por mujeres. No es casualidad que muchos de estos casos de acoso se generen a raíz de enfrentamientos entre una trabajadora (estudiante, postdoc, científica senior) que expresa libremente su disconformidad, le lleva la contraria o tiene una opinión distinta que va en contra de la "palabra sagrada" del investigador jefe. Una mujer sumisa y trabajadora que acate sin rechistar y alabe y admire incondicionalmente a su jefe. Eso quieren. Psicópatas mediocres que han encontrado su nicho de acción en el peculiar mundo de la investigación académica. A partir de este momento crítico, donde te expones como voz discordante, como mujer no sumisa, empezará tu calvario. La invisibilización, el aislamiento, la falta de reconocimiento, los niveles de exigencia cada vez mayores. Tu opinión dejará de tener valor y serás interrumpida en cualquiera de tus intervenciones, en cualquiera que sea la circunstancia, pero siempre menospreciando tu capacidad intelectual o tu interés. Se cuestionarán tus capacidades laborales, se minimizará siempre tu esfuerzo y dedicación. Dejarás de tener labores importantes dentro del grupo, como la formación de estudiantes de máster o de doctorado o la revisión de artículos. No participarás en proyectos ni en congresos nacionales o internacionales. Se tomarán decisiones sin tener en cuenta tu opinión o se valorará mejor cualquier otra idea que la tuya de forma sistemática. A partir de ese momento, nada de lo que hagas estará nunca bien, ni será suficiente, ni será reconocido debidamente o, en el mejor de los casos, será ignorado a conciencia para que quede clara la mierda de persona que eres. Hoy y siempre. Hará que te cuestiones hasta tu nombre. Te quitará el sueño. Te provocará ataques de ansiedad e irá creciendo en ti una inseguridad que te dará hasta miedo, porque es una sensación del todo desconocida para ti. Tù, que has sido la estrella del mambo toda tu puta vida. Aquí estás, ninguneada en el ámbito de tu vida que se te ha dado mejor siempre, el que más te has currado. Tu pasión, tu vocación. La situación de acoso laboral es, al fin y al cabo, una situación de maltrato psicológico persistente que puede tener secuelas de moderadas a muy graves en la salud mental de quienes la sufrimos. Si hoy estoy escribiendo esto es, entre otras cosas, para que te reconozcas si lo estás sufriendo. Para que le pongas nombre. Para que dejes de sufrirlo en silencio. Para que dejes de cuestionarte y seas capaz de salir de una relación abusiva y empezar de nuevo. Porque si quieren minimizarte, es porque eres grande. Muy grande. Y, ellos, demasiado pequeños.



Índice de impacto: forma de valorar la calidad de una revista científica, basada en el número de citaciones que obtienen los artículos que en ella se publican.

Acoso laboral en Wikipedia: https://es.wikipedia.org/wiki/Acoso_laboral

sábado, 10 de febrero de 2018

Año nuevo

[El año empieza cuando tú te despiertes...]

El año nuevo no hace milagros. Habrá que seguir trabajando por una vida que nos traiga más sonrisas que lágrimas y más ganas de seguir adelante y mejorar. Habrá que seguir construyendo, desde dentro hacia afuera, rodeándonos de gente buena que nos quiera bien y nos haga crecer. Habrá que seguir alimentando nuestras ilusiones. Habrá que seguir soñando. Habrá que amar, incondicionalmente, una vez más, aunque hoy lata el corazón un poco roto. Habrá que ahuyentar a los malos monstruos, matarlos de hambre y de sed, hacer que desaparezcan. Habrá que romperse por sitios nuevos y hacernos invencibles por fin. Habrá que vivir, mientras se viva. Habrá que crecer, estirarse y envejecer. Un año más. Feliz 2018.

domingo, 4 de febrero de 2018

Soluciones vendo.

Pensé en escribir un libro. Pensé en escribir un libro como terapia. Pensé en coger toda esta ansiedad difuminada y convertirla en un libro. No sería una novela. Pensé que tendría un formato original, como si fuera un antiguo diario o una colección de cartas. Como se publicaban las cartas de amor que la gente se mandaba antes, cuando se morían de amor y nada era inmediato y se podían escribir cosas en hojas sueltas de papel sin saber a ciencia cierta si alguien las leería en algún momento. Pensé en escribir un libro de mensajes, eso que hacemos ahora (tan inmediato, tan insano, tan desromántico, tan malentendible) que ya no escribimos cartas. Cada vez que quisiera contarte algo, lo escribiría en mi cuaderno en vez de mandártelo. Iría acumulando mensajes, los iría guardando. Dejaría de escribirte y te iría borrando y convertiría toda la mierda que nunca te digo, o toda la mierda que ya te he dicho, en una colección de mensajes tontos. Los pondría todos juntos, con la fecha y con la hora y añadiría algún detalle idiota, le echaría la culpa a las hormonas o a la lluvia y pondría cualquier excusa tangible para justificar que simplemente te echaba de menos y quería saber de ti o contarte algo o decirte que te quiero, así sin más, como si no tuviera importancia, como si no me estuviera muriendo. Pensé en convertir toda esta mierda en arte, como si alguien fuera a leerlo, como si a alguien fuera a importarle, como si vomitar la vida diaria en un mensaje y hablar del tiempo fuera a interesarle a alguien. Ni siquiera a ti. Pensé que si todo esto se me quedaba flotando por dentro, terminaría por quitarme el sueño o incluso el hambre. Y quién quiere eso. Quién quiere ya estar enfermo por amor. Hoy, que todo se cura con un ibuprofeno, con una dormidina, con una infusión. El romanticismo ha muerto, dicen. Y aquí estoy yo, mirando montañas y pensando en ti. Buscando una salida. Vaciando los bolsillos, cambiando los muebles de sitio, poniéndome una mascarilla facial hidratante. Tengo una amiga que dice que si tienes un problema y yo no sé encontrarle la solución, es que no la tiene. Así que aquí estoy: inventando. Entre líneas, entre trenes, entre fotos y atardeceres, alisándome el pelo, respirando hondo. Dicen que matan más las tardes de domingo y la soledad que el tabaco...y yo que ya he dejado de fumar. Lo escribo, lo escupo, lo vomito. Me lo voy despegando de las costillas, como un chicle. Lo dejo aquí. Quien quiera, que lo lea. ¡¡Tú la llevas!!

jueves, 25 de enero de 2018

Caja de Pandora.

Una vez que abras la boca, las palabras se harán dueñas del aire y del tiempo. Lo ocuparán todo. Se quedarán enredadas en los recuerdos y en los suspiros. No dejarán sitio para nada más que esas palabras, que se quedarán para siempre dando tumbos entre la nada y tus pulmones. Saldrán pesadas y apesadumbradas, como sin querer salir, pero terminarán saliendo. Desde la nada, hacia tus tripas, hacia tu garganta. Y, suavemente, irán pintando el aire de gris, plomo. Gris pesado. Irán modificando la atmósfera y cambiando los átomos de sitio. La composición de todo cambiará y ya solo habrá palabras densas, desmenuzándose entre los huecos de las escaleras. Cayendo a chorros como lágrimas por tu mejilla. La lengua intentará besarlas al llegar a los labios. Las lamerá como intentando tragárselas de nuevo para que vuelvan a no existir. Pero no habrá vuelta atrás. Una vez que abras la reja que mantiene a las palabras abarrotadas, apabulladas, impacientes, observadoras de todos tus silencios, no volverán. Serán libres para siempre. Como tú. Que ya no serás dueño de nada, porque ya no habrá silencio. Sólo palabras densas y grises revoloteando para siempre sobre tu piel y en el recuerdo de tus entrañas.