jueves, 26 de julio de 2018

Tarde de domingo adolescente.


Acababa de apagar un cigarro y ya se estaba liando el segundo. A veces le pasa, una dosis de nicotina no es suficiente y, cuando se da cuenta, ya se está fumando el tercer cigarro seguido. Se consuela pensando que es tabaco de liar y, bueno, qué más da. Lo necesita. Necesita apagar la bola que se le va haciendo en el pecho, necesita recuperar el ritmo de su respiración y, pese a la contradicción, fuma. Fuma sin parar. Se lo encendió y se miró las manos, destrozadas. De camino a la estación, le había dado tiempo de morderse todas las uñas de la mano derecha y de experimentar el canibalismo con el dedo gordo de la mano izquierda. Se había sentado con su maleta en la acera de la puerta de la estación a fumar, pero era del todo incapaz de estarse quieta. No podía parar. No dejaba de darle vueltas a la noche anterior. Estaba completamente obsesionada, repasando cada detalle y reviviendo cada frase una y otra vez. Un solo pensamiento que repiqueteaba insistente, cíclicamente: “Pablo está por fin soltero y ha vuelto a casa. Justo ahora que yo ya no vivo aquí. Joder.”
Había pasado toda la noche anterior con él. Se encontraron en el segundo bar en el que entró con sus amigas y, de pronto, el mundo se detuvo. Se hizo el vacío a su alrededor.
-       ¡¿Pablo?! ¡Cuánto tiempo! ¡Qué alegría verte!
Pablo la miró con la misma incredulidad y una sonrisa que no le cabía en la cara.
-       Me he vuelto.

Pablo había sido el amor de su vida durante mucho tiempo. Fueron compañeros de oficina unos cuantos años, hasta que él se había ido a trabajar al extranjero. En aquella época, pasaban casi todo el tiempo juntos: él era su amigo, su confidente, su mentor y ella se había ido enamorando de él cada día un poco más. Nunca pasó nada entre ellos. Nunca fue capaz de decirle nada, ni tan siquiera de darle un triste beso en la boca en una de tantas noches de borrachera. Él tenia novia. Una novia, además, de las de toda la vida con la que terminó casándose un par de años después. Terminaron por perder el contacto casi del todo, salvo por algún e-mail muy de vez en cuando y sin entrar en temas muy personales. Ella sabía que él estaba a punto de volver, pero no sabía que ya estaba aquí. Se tomaron una cerveza, dos, tres. Perdió la cuenta rápido. Se pusieron al día. Dos cervezas más y Pablo le contó que se acababa de separar. Reían, se miraban, bebían. Él le rozaba la mano distraídamente. Ella dejaba caer la cabeza en su hombro a cada oportunidad. La noche se les pasó volando. Cuando cerró el bar, él se había quedado solo y las amigas con las que ella había salido, se iban ya para casa. Era el momento de despedirse. Se dieron un abrazo largo, intenso, dos besos, otro abrazo más. Parecían dos adolescentes buscando el momento idóneo para besarse. Pero no terminaron de encontrarlo, entre risas tontas y barrenderos que los empujaban de las calles a golpe de manguerazo. Así que se despidieron hasta la próxima, seguramente en Navidad.
No fue capaz de procesar nada en el momento, pero ahora, con la resaca y un tren a punto de salir, todo empezaba a ordenarse y desordenarse muy rápido. Los recuerdos, los sentimientos que creía ya olvidados, los remordimientos. Entró  y salió de la estación tres veces. La bola era cada vez más grande. La presión en el pecho, cada vez más intensa. El repiqueteo constante. Volvió a entrar, miró la hora en el reloj. Su tren estaba a punto de salir. “Ahora o nunca”. Salió corriendo de la estación y se montó en el primer taxi que vio disponible.
Le dio indicaciones al taxista para ir a casa de Pablo. Tenía un plan muy claro en la cabeza: iría a su casa, le mandaría un mensaje diciendo: “Estoy abajo”. Él le abriría la puerta y allí, en el mismo umbral, con su maleta y temblando de la emoción, ella le diría que estaba locamente enamorada de él, se besarían y serían felices para siempre. En las películas eso pasa así. Y así iba a pasarle a ella. Miró el móvil: 7 % de batería. La bola en el pecho había comenzado a deshacerse, dejando paso a una sensación extraña en la boca del estómago, como de querer vomitar, pero no. No todavía.
El camino en el taxi se le hizo eterno. Habían cortado las calles por el paso de una cofradía y habían desviado todo el tráfico por el mismo sitio, formándose un atasco monumental. El corazón le latía fuerte en el pecho. El taxista insistía en entablar conversación con ella, pero ella intentaba escabullirse respondiendo con monosílabos. No paraba de mirar el móvil: 5% de batería. Tras 45 interminables minutos de taxi y de conversaciones fallidas, por fin llegó a la dirección indicada. No podía negar que la intensidad de su decisión había empezado a perder fuelle por el camino. Respiró profundamente. Miró el móvil una vez más, antes de que éste vibrara por última vez y se apagase. Su plan cada vez tenía menos sentido. Se vio allí, en mitad de la calle, sin móvil y con la maleta de fin de semana, frente a un portal y sin ningún tipo de garantías de futuro más que su ingenuo romanticismo de mierda. Estaba a punto de darse media vuelta y salir corriendo cuando oyó que alguien la llamaba. “No puede ser”, pensó. Y se giró para comprobar estupefacta que, en efecto, era Pablo quien la llamaba desde la puerta del bar de la esquina.

-       Dos veces en un mismo fin de semana, menuda casualidad. Pero, ¿no te ibas hoy? ¿Dónde vas con la maleta? – dijo, mientras se acercaba.

Ella estaba inmóvil, completamente paralizada. Sentía la boca pastosa y el corazón le latía tan fuerte que apenas podía escuchar lo que Pablo le estaba contando. Lo observó en su aturdimiento para darse cuenta de que llevaba la misma ropa que la noche anterior. Volvió en sí al distinguir, entre risas, un “no veas anoche, qué locura”. Al parecer, tras despedirse de ella, sus amigos lo habían llamado desde una discoteca y se había ido con ellos. Conoció a una chica, estuvieron hablando, bailando y “bla, bla, bla”. Había dejado de escucharlo de nuevo. Ahora sí, tenía más ganas de vomitar que nunca. Pensó en salir corriendo, pero las piernas no le respondieron. Fue incapaz de moverse. Se dio cuenta, con nitidez, a través de los cristales de sus gafas y los restos de resaca que daban paso a la sobriedad que, aquel hombre que se difuminaba ante sus ojos, ya no era Pablo, “su” Pablo. Toda la impulsividad y la inconsciencia que la habían empujado aquella tarde en esa dirección, terminaron por desvanecerse del todo. Se sintió pequeña y grande al mismo tiempo. Al fin, pudo articular palabra y le dijo que estaba esperando a alguien que iba a llevarla a la estación. Se despidieron. Dejó que despareciera de su vista y de su corazón, como quien se quita los tacones en mitad de una boda. Entró en el bar, fue al baño y vomitó. Al salir, quiso liarse un último cigarro, pero no. Esta vez no había bola ni presión en el pecho que apaciguar. Solo un sabor amargo al principio de la garganta que le recordó que la vida no es una comedia romántica.


domingo, 1 de julio de 2018

Waiting for.

Angel Gonzalez puede que sea, sin lugar a dudas, uno de mis poetas españoles contemporáneos favoritos. Lectura imprescindible para el corazón.


Sé lo que es esperar:
¡esperé tantos
días y tantas cosas en mi vida!
Los inviernos tediosos esperando,
los veranos, bajo el sol,
esperando,
el luminoso y amarillo otoño
—bella estación para esperar—
e incluso
la primavera abierta a toda espera
más próxima que nunca a realizarse,
me han visto inútilmente,
pero firme,
tenaz, ilusionado,
en el lugar y la hora de la cita,
alta la fe y el corazón en punto.

Alta la fe y el corazón
dispuesto,
igual que tantas veces, aquí sigo,
en la esquina del tiempo
—vendrá pronto—
tras un limpio cristal de sol, de lluvia o de aire,
acodado en el claro mirador
de los vientos,
mientras pasan y pasan los meses y los días.

De puntillas.

Decir lo que no se siente. Decirlo y arrepentirse. Pero decirlo, callando. Sin darle importancia. Sin darse importancia. Sin sentir nada. Expresar un sentimiento como quien hace café o mete el pan en la tostadora. Automáticamente. A ciegas. Sentir sin sentir. Decir tontamente. Para que nadie te tome en serio. Para seguir teniendo margen para salir corriendo. Vivir en la superficie de las cosas. Sentir sin que se note. Que nada importe, que nada permanezca. Decir y desdecirse. Que no se note. Que sople alguien una vela y que se borre. "Te echo de menos". Pero no quiero que te dés ni cuenta.