viernes, 29 de junio de 2018

Tarde de pájaros.

Ahora, que vivo casi a ras de cielo y solo me separa de las nubes un trozo de tela triste, paso muchas tardes observando los tejados de las casas de alrededor. Las antenas de televisión, todas iguales, cada una en su tejado particular. Hay casas con azoteas habitables, con invernaderos y hasta piscinas. Hay gente haciendo vida al aire libre en su propia casa. Como yo. Somos seres afortunados. Apenas se oye un ruido. El repicar de las campanas de alguna de las miles de iglesias que sobresalen en el horizonte. El skyline del barrio: antenas y campanarios. No está mal. Me siento aquí fuera y corre brisa. Hace sol, el cielo es azul intenso, algunas nubes dibujadas a lo lejos. Me gusta observar la fauna pasajera. Alguna lagartija furtiva que recorre las paredes de mi terraza, de punta a punta. Y las tórtolas. No sabía que había tantas tórtolas. Las tórtolas y su canto particular...uh uh...uh uh...Me gustaría ponerles nombre y poder distinguirlas entre ellas. Lo que más me llama la atención es que ya casi nunca las encuentro emparejadas. Sobrevuelan los tejados y se posan, solas, cada una en una antena. De vez en cuando, te encuentras dos, una sobre la otra, por un breve espacio de tiempo, apenas unos segundos, y en seguida se echan a volar de nuevo. Hacen aspavientos con sus alas mientras copulan, digo yo que están copulando, brevemente, a la hora de la siesta. Me han hecho pensar en lo que comúnmente se dice de ellas. "Pareja de tortolitos". A lo mejor, antes, cuando el dicho ése, también eran otros tiempos para ellas y siempre volaban juntas. Y siempre se las veía posadas de dos en dos. En pareja. Quizás, ahora, también corren otros tiempos para ellas. Emparejarse ya no está de moda. Unos cuantos locos nos salimos de la comba del tiempo. Aprendimos a volar solos o, tal vez, nunca supimos volar con nadie. Y nos posamos solos, en nuestras antenas, con nuestro uh uh particular, esperando a que llegue otra tórtola que se nos pose encima brevemente y luego echemos a volar, cada uno por nuestra cuenta. Me gustaría ponerles nombre a mis tórtolas para poder distinguirlas y saber si esa que se posa siempre sola en frente de mí es siempre la misma o cada vez es una diferente. Si esa tórtola, como yo, se salió de la rueda y aprendió a volar sola y ya nunca hay espacio en su antena para ninguna tórtola más. La vida contemplativa es así. Te da para reflexionar sobre todo, todos los días un poco. Y buscar símiles en la naturaleza. Nos creemos seres superiores y hemos aprendido a poner la naturaleza a nuestros pies, pero no dejamos de compartir un alto porcentaje de ADN con el resto de animales. No somos tan distintos. Quizás podríamos aprender un poco más sobre nosotros mismos si nos parásemos más a menudo a mirar las tórtolas en las antenas. Quizás las tórtolas también nos miran y han aprendido que ellas también pueden volar solas. Y posarse solas en las antenas a observar. Quizás no sea tan malo que estemos solos, de vez en cuando. Quizás la clave de todo no sea tanto donde uno se posa ni con quién, sino aprender a volar después.

miércoles, 20 de junio de 2018

Herida de bala.

Una herida de bala de cañón a la altura del estómago. ¿Cómo puede nadie ir por la vida con semejante agujero intentando aparentar normalidad? Llevando ropa ancha, para que no se note el hueco, por ejemplo. Qué sé yo. Pero el agujero sigue ahí. Tú lo tapas, pero no desaparece. Sientes el frío, que te atraviesa y te rellena. Intentando encontrar la manera de unir los bordes, de rellenar la herida. Estirando la piel para cerrarla. Buscando en el espacio finito alguien cuyo molde tuviera el tamaño de mi herida, caminé sin querer mirar hacia abajo, evitando en todo momento cruzarme con mi propio agujero. Puse toda mi rabia en todo a mi alrededor. Puse toda mi fuerza en los libros. Todo mi amor en todos los que nunca existieron. Los traumas infantiles son así. Te golpean fuertemente (un golpe rápido, un golpe seco) cuando menos te los esperas. Así que, un día, en edad que ya debiera ser adulta, me caí en un agujero aún más grande que el de mi herida. Y ya no tuve más remedio que empezar a mirar hacia abajo. A través de tanto vacío. Y descubrí los bordes. Y reconocí mi herida. Y encontré la piel y los restos que quedaban de mis entrañas. Y, con toda mi soledad, mirando de frente mi agujero de bala de cañón, fui creciendo vida. Me di un abrazo que apenas dura ahora un año y empecé a cerrar mi herida. Me abracé tan fuerte que los bordes se encontraron y las vísceras fueron rellenándose poco a poco. Empecé a sanar y empecé a mirar a mi alrededor sin dejar de mirar mi herida. Y, donde antes hubo el agujero de la bala de un cañón, hoy queda un hueco, mucho más pequeño, del tamaño de tu corazón.

No future for you.

La misma calidad que el sol de tu país,
saliendo entre las nubes:
alegre y delicado matiz en unas hojas,
fulgor de un cristal, modulación
del apagado brillo de la lluvia.
La misma calidad que tu ciudad,
tu ciudad de cristal innumerable
idéntica y distinta, cambiada por el tiempo:
calles que desconozco y plaza antigua
de pájaros poblada,
la plaza en que una noche nos besamos.
La misma calidad que tu expresión,
al cabo de los años,
esta noche al mirarme:
la misma calidad que tu expresión
y la expresión herida de tus labios.
Amor que tiene calidad de vida,
amor sin exigencias de futuro,
presente del pasado,
amor más poderoso que la vida:
perdido y encontrado.
Encontrado, perdido…
(J. Gil de Biedma).