miércoles, 20 de junio de 2018

Herida de bala.

Una herida de bala de cañón a la altura del estómago. ¿Cómo puede nadie ir por la vida con semejante agujero intentando aparentar normalidad? Llevando ropa ancha, para que no se note el hueco, por ejemplo. Qué sé yo. Pero el agujero sigue ahí. Tú lo tapas, pero no desaparece. Sientes el frío, que te atraviesa y te rellena. Intentando encontrar la manera de unir los bordes, de rellenar la herida. Estirando la piel para cerrarla. Buscando en el espacio finito alguien cuyo molde tuviera el tamaño de mi herida, caminé sin querer mirar hacia abajo, evitando en todo momento cruzarme con mi propio agujero. Puse toda mi rabia en todo a mi alrededor. Puse toda mi fuerza en los libros. Todo mi amor en todos los que nunca existieron. Los traumas infantiles son así. Te golpean fuertemente (un golpe rápido, un golpe seco) cuando menos te los esperas. Así que, un día, en edad que ya debiera ser adulta, me caí en un agujero aún más grande que el de mi herida. Y ya no tuve más remedio que empezar a mirar hacia abajo. A través de tanto vacío. Y descubrí los bordes. Y reconocí mi herida. Y encontré la piel y los restos que quedaban de mis entrañas. Y, con toda mi soledad, mirando de frente mi agujero de bala de cañón, fui creciendo vida. Me di un abrazo que apenas dura ahora un año y empecé a cerrar mi herida. Me abracé tan fuerte que los bordes se encontraron y las vísceras fueron rellenándose poco a poco. Empecé a sanar y empecé a mirar a mi alrededor sin dejar de mirar mi herida. Y, donde antes hubo el agujero de la bala de un cañón, hoy queda un hueco, mucho más pequeño, del tamaño de tu corazón.

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