domingo, 7 de mayo de 2017

Retrato de mujer con pelo cano.

Hoy me he levantado pensando en mi abuela Consuelo. De repente se me han venido unas ganas tremendas de tomarme un café con ella. Como unas ganas irrefrenables de irme a merendar con ella a su casa. Luego me he enterado que es el día de la madre y he hilado que quizás el subconsciente es más listo que yo. Madre de madres, abuela de madres. Mi abuela. Tuve la suerte de pasar con ella mucho tiempo. Muchas tardes viendo películas de Marisol, de "Dónde vas Alfonso XII". Ella sentada en su sillón marrón lleno de paños de ganchillo cogidos con ganchos imposibles que no he vuelto a ver nunca más que enredados en aquellos paños de ganchillo de aquellos (horribles) sillones marrones. Es curiosa la memoria, nunca sabemos qué cosas curiosas se van a quedar grabadas para siempre. Yo a mi abuela la recuerdo como una anciana de toda la vida, incluso cuando tenía la edad de no ser una anciana a día de hoy. Y, ahora, que ya no está, que hace años que se fue, la recuerdo con nostalgia. La recuerdo con ganas de haberla conocido ahora que soy "mayor" y la de preguntas que me habría gustado hacerle. De su vida, de lo que sentía como mujer, de sus necesidades, de sus sueños, si los tuvo. No sé si es reminiscencia de un país que vivió la guerra y el silencio, pero en mi familia se habla poco de esas cosas. Las mujeres hacen mucho, no paran. Se levantan y arreglan la casa, preparan la comida, recogen la mesa. Pero hablan poco de ellas mismas. Tal vez ese era un lujo que no podían permitirse. Tal vez nadie les preguntó nunca qué querían, qué sentían, qué necesitaban. Si vivieron la vida que querían vivir, si se enamoraron locamente, si tuvieron que elegir, si pudieron elegir. Si le habría gustado estudiar y tener un trabajo fuera de casa. Sé que educó una casta de mujeres fuertes, mis tías y mi madre. Y que de ahí, salimos el resto. Sé que es un ejemplo para todos. Sé que nunca la escuché quejarse de nada. Matriarca de una familia inmensa, adorada por todos. Sé que sacaba de quicio a sus hijas, como toda buena madre. Y sé que todos la adorá(ba)mos locamente y que daba cariño de una forma particular, pero apreciable. Mi abuela era un personaje maravilloso. Y yo la guardo en un rincón especial en mi memoria. El otro día, se preguntaba un amigo de veintitantos aún que qué era eso de los 30, qué diferencia había con los 20, si el salto es tan grande como rotundo sonaba en su cabeza. Yo le respondí que no lo sabía, que a mis 34 todavía me sentía como si aun tuviera 28 años. Pero sí que existe un cambio, sutil y brutal, que de vez en cuando soy capaz de observar. Quizás ahora hay muchas más cosas que me importan mucho menos, quizás ahora ando menos perdida, o perdida en caminos distintos, quizás ahora soy más consciente de que las decisiones que no tomas afectan a tu vida casi más que las que sí. Quizás ahora siento con más fuerza que lo único que realmente cuenta es ser feliz (qué tópico, qué es eso) y que puedo cagarme la vida en cada decisión, a la vez que sé que la mayoría de esas decisiones se pueden deshacer y se puede volver a empezar en casi cualquier momento. Quizás por eso, ahora, tengo más preguntas que nunca y pocas respuestas. Quizás por eso, ahora, tengo más ganas que nunca de sentarme con mi abuela a merendar. Y disfruto de su recuerdo, así, sencillamente, este domingo lluvioso al norte del norte, mientras desayuno y veo llover y tengo el lujo de disponer del tiempo necesario para pensar y escribir sobre todas estas cosas. De esta vida tranquila que he elegido. Y no.

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