lunes, 3 de febrero de 2020

Manuela.

Quizás Manuela encuentre un padre un día 
y le dé por escribir cosas así cuando sea grande.

Defiendo el pisto de los sábados como uno de mis tesoros más preciados, ahora que ya soy mayor y entiendo la importancia de preservar las pequeñas tradiciones familiares.
No creo que en casa de ninguno de mis padres se comiera nunca pisto antes los sábados como imposición, creo mas bien que nació cuando mi madre y mi padre se encontraron y decidieron, de forma casi inconsciente, que serían una familia a partir de entonces. La preparación completa del pisto era todo un ritual del que solo podríamos participar el resto como meros espectadores.
A mis padres siempre les gustó acostarse tarde, pero no mucho, los viernes y levantarse temprano, pero no mucho, los sábados. Todos desayunábamos juntos en casa y todos íbamos juntos al mercado luego. Papá se encargaba de comprar la carne, los huevos y el pescado. La especialidad de mamá eran las frutas y las verduras. También el queso, mamá era una auténtica gourmet del queso.
Ambos se sincronizaban a la perfección. Verlos vivir un sábado por la mañana, desde que se levantaban hasta que ponían el pisto con huevo encima de la mesa del comedor, era como verlos bailar al son de una melodía que solo ellos podían escuchar.
Al llegar a casa del mercado, mamá troceaba, sofreía y cocinaba todas las verduras. Cebolla, pimiento rojo, pimiento verde, pimiento amarillo, calabacín, berenjena. A fuego lento, mientras daba sorbitos a un vaso de vermut con una rodaja de naranja. El tomate frito, en cambio, era siempre tarea de papá. El mejor tomate frito que se ha preparado jamás, receta secreta de mi bisabuela. Eran dos artistas. Uno podía enamorarse de ambos a la vez solo de verlos cocinar juntos. 
Las mañanas de sábado siempre han sido mis favoritas. Es fácil entender el porqué. 

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