martes, 29 de noviembre de 2016

"La ridícula idea de no volver a verte".

Algunos no sabemos qué hacer con nuestros muertos y los lloramos toda la vida. El dolor se hace fuerte y se queda escondido entre nuestras células en un estado latente. Se vuelve una enfermedad sistémica, crónica e invisible (invisible por retorcida de diagnosticar, que no por asintomática). Nos acompaña, así, toda nuestra vida sin que nosotros lo sepamos o, mejor dicho, sin que seamos conscientes de que la tenemos. No queremos aceptar una realidad (que no puede ser más real ni más cruda, por imposible que parezca) y nos enfadamos con el mundo (como aquel niño que llora desconsolado cuando quiere seguir montado en un columpio y sus padres le dicen que hay que irse ya a casa porque "mañana hay colegio"). Nos enfadamos con todos, aunque no tengan culpa, porque la realidad está tan lejos de ser la que debería ser que duele el mero hecho de estar vivo. Te vas convirtiendo, cada día, en un todo de piel erizada y sensible, dispuesto a saltar por todo lo que cada vez se aleja de tu realidad idealizada. Y así nos pasamos media vida: sobreviviendo. A nuestro dolor latente. A una pena mohosa, desteñida y tan cotidiana, que forma parte de nuestra piel tanto como cada uno de los lunares que la habitan. Afortunadamente, aunque no lo parezca, aunque ni siquiera haya pasado por tu mente ni un solo segundo y, aunque muchos pasen su vida entera sin darse cuenta, el dolor crónico del alma tiene cura. No viene en un blíster, no lleva excipientes, no la cubre la Seguridad Social, ni es la misma para mi que para ti. Pero existe (...there is always hope). Siempre estamos a tiempo, por manida la frase que parezca, de ser felices y empezar a vivir. Aunque solo sea de aquí en adelante: nunca es demasiado tarde.


*Título entrecomillado por ser el título de una (maravillosa) obra de Rosa Montero.

No hay comentarios:

Publicar un comentario