domingo, 6 de diciembre de 2015

De sueños, dolor y memoria

Manolo (o Tito, como lo llamaban en su familia) era biólogo, entre otras muchas cosas. Tenía un espíritu creativo y curioso que, según me cuentan, le llevó a construir una bicicleta (una miniatura, se entiende) a partir del mecanismo de un reloj. Le gustaba el campo, la fotografía y volar aviones a la orilla del río que hacía el mismo. Nunca le faltaba una bota de vino, una navaja y unos prismáticos en sus ansiadas salidas al campo. Le gustaba la música. Todas las mañanas en la radio de su coche sonaba Radio 3, así estuvieran contando la historia de Jack el destripador y su hija fuera en el asiento de atrás. Le gustaban las motos. Incluso se atrevió con el trial. A veces, incluso, con su hija montada detrás, bien abrazada a su cintura. También le gustaba su trabajo. Y lo sé, entre otras cosas, porque recuerdo que le dio por pintar caras sonrientes en las papeleras del instituto para que la gente prefiriera usarlas a tirar la basura al suelo (y eso no lo hace uno si realmente no le gusta su trabajo, no?). Era paciente y cariñoso. Un amante de la cocina, como todo buen amante de la comida. Estoy segura de que también era un soñador. Pero se que, ante todo, era un luchador. Porque luchó fuerte, tan fuerte como tantas otras personas lo siguen haciendo cada dia. Solo que hay guerras que se pierden, por muchas batallas que uno gane. Manolo murió de cáncer a los 37 años, dejando atrás una vida a medias y multitud de corazones rotos, entre ellos, el mío. Manolo era mi padre. Hoy, veintipico años más tarde sigo intentando encajar recuerdos como piezas de un puzzle. Tengo un padre difuso en la memoria que me acompaña cada dia. Aunque no esté aquí presente para abrazarme como tantas veces una necesita en la vida que un padre lo haga. Mi padre no está, pero sigue vivo en la memoria de las personas que lo quisimos, que lo querremos siempre. 

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